Un cross a la mandíbula, había dicho Roberto Arlt. Cada cuento de La pastilla que brillaba como una luciérnaga parece obedecer, de algún modo —de un modo sutil, calculado, valga la paradoja— a esa máxima; cada relato, microrelato, ofrece un haz de palabras que se cierra como un puño para impactar en la conciencia del lector. Pero, a la vez, los textos mismos brindan, con el uso del sarcasmo, la ironía, el humor negro, un escudo que nos protege de sus propios embates. O con la ternura. Así, vamos transitando por el libro de sorpresa en sorpresa, enfrentando universos breves como relámpagos, regidos por la lógica de lo fantástico, la ciencia ficción o el terror. Mundos en los que pueden vivir un poeta que hace un pacto con la muerte, un niño que, jugando a la escondida con su hermano, encuentra una palabra bajo la cama de sus padres, un ferroviario homónimo del autor que lleva junto con otras píldoras una que brilla como una luciérnaga, una hoja que no cae en el otoño como todas las demás y permanece en su rama como única compañía de su anciana dueña… Relatos de lo extraño que avanzan hacia un final imprevisible y que atrapan al lector especialmente por lo sostenido de este efecto a lo largo de todo el libro. Que demuestran, además, que la imaginación puede no tener límites, como tampoco lo tiene la aventura de leer.
Editorial: Borde Perdido