Imaginemos a una persona. Llamémosla X. Imaginemos que X escribe poemas, más bien que pinta poemas, como si cada uno fuera un retrato. Un poema sobre una masajista, un poema sobre un jardinero, un poema delicadísimo sobre una coleccionista, uno sobre un marinero al que una enorme mujer de agua está al borde de hacerlo naufragar. Seguimos a X por cada uno de esos poemas, en un viaje hacia trece distintas formas de soledad. Ahora imaginemos a otra persona. Llamémosla Z. Z no escribe, sino que habla con un ser amado. Habla bajito, como si temiera que cualquier cosa se llevara el tiempo y terminara con el descubrimiento del amor. En los poemas de Z siempre está el cuerpo del otro, la piel y la lluvia, mientras las palabras, en cursiva, parecen desplazarse por las páginas. Ahora imaginemos que en realidad X y Z se están moviendo una hacia la otra, menos como si se estuvieran acercando que como si se estuvieran entrelazando: como dijes de un collar, como los hilos de un pulóver o una enamorada del muro. Mientras tanto X y Z hacen de ese tiempo y ese amor, un espacio. Esto mismo: un lugar interminable.
Editorial: Mascarón de Proa
Páginas: 82