Un día me preguntaron de qué poeta tomaría palabras para un epígrafe y respondí sin titubear: de Osvaldo Guevara. No sabía entonces, que días después, iba a tener el placer enorme de hacer esta contratapa. En un primer momento, hasta lamenté que no se tratara de un libro de poemas pero, cuando empecé a leer “estas lucideces suyas” me sentí desarmada. Sus salpicaduras eran enormes abridores de luz, que ni por un instante se alejaban de la poesía, sino que, por el contrario, iban más allá. Más allá de una sentencia breve, de una reflexión filosófica, de una frase doctrinal; eran ofrendas, verdaderas ofrendas, flores que perfuman, gotas que limpian, espejos que acostumbramos esquivar. Y para ello, utilizó herramientas que no todos tenemos: sabiduría, claridad, manejo de lo real, sarcasmo e ironía. Y no dejó costilla sana; asentirán infinidad de veces ante las palabras de Osvaldo y querrán tomarse de esos bocadillos y hacerlos propios. Como yo, que, para finalizar voy a tomar la mano de una expresión suya. Él dice que “a las buenas personas se las aspira; a las malas se las olfatea”.
Pues bien, a Osvaldo Guevara se lo aspira, para ver si nos quedamos con algo de su humildad, de su talento para decir, de su simplicidad, de su don de gente, de su magia.
Editorial: Mascarón de Proa
Páginas: 92